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La conquista de Pamplona: crónica de un celíaco adoptivo

celia es celiaca bar garazi pamplona
29 marzo, 2017

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En un lugar de la Meseta, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que se había formado un grupo de música de los de cuerdas inquietas, batería solemne, letras ingeniosas y voz deslumbrante. Atrapados en una época de ritmos clónicos y melodías digitales, cuatro de los mejores artistas de los bajos fondos madrileños decidieron desafiar el “status quo”, y a día de hoy sobreviven como soldados de fortuna, tocando allí donde se los necesita (y a veces también donde no). Si usted tiene una sala que llenar, y se los encuentra, tal vez pueda contratarlos. Y si no se los encuentra, búsquelos en Facebook, Instagram, Spotify, Twitter, Soundcloud, Google, y las siempre eficaces Páginas Amarillas. Ah, sí. Se hacen llamar Celia es Celíaca.

[Dejo este espacio para que el lector tararee a gusto la mítica melodía que a buen seguro le habrá venido a la mente]

Ahora que he salvado el párrafo inicial tirando de Cervantes y la TV de los 80 (así de temerario me he levantado esta mañana), vayamos al grano, antes de que pierda toda la credibilidad. Como ya os habréis imaginado, he desempolvado la máquina de escribir para hablaros de ellos. Del grupo. Mejor dicho, de El Grupo. De Celia es Celíaca. A priori, no puedo contaros nada que no os hayan contado ellos antes y mejor que yo a través de sus vídeos, canciones, manifiestos, y postales de Navidad. A estas alturas, no os voy a descubrir la solvencia de Liam con el bajo, el carisma de Borja a la guitarra, la naturalidad con la que Simone toca la batería, o lo que ocurre cuando oyes cantar a Celia y tu cerebro no es capaz de pensar otra cosa que no sea “la madre que la parió”. Tampoco voy a descubriros que son unos cachondos mentales, que aman lo que hacen, y que su buen rollo es tan contagioso que dan ganas de subirse al escenario con ellos, aunque sea a tocar la flauta travesera.

Pero es que para descubriros eso no he desempolvado la máquina de escribir (vale, es Word 2016, ¿contentos? Me habéis pillado. No soy guay). Lo que quiero compartir con vosotros es lo que Celia es Celíaca significa para mí. Así que os tengo que contar brevemente quién soy y cómo llegué a conocerlos. Como ya habéis visto, no soy guay, me gusta escribir, a veces incluso me gusta escribir decentemente, y en Internet dicen que una vez publiqué un libro. Haría publicidad, pero seguro que ya os la habéis leído todos, así que me ahorraré el spameo. Conocí a Celia gracias a un amigo, conocí a Borja gracias a Celia, y conocí al resto gracias a Borja, cuando en un momento de fraternidad insuperable me dejó acompañarlos de gira en calidad de, y cito textualmente, “groupie honorífico sin derecho a roce, pero con derecho a desayuno, que desempeñará labores varias de chófer, relaciones públicas y fotógrafo”. Vamos, lo que viene siendo un acoplamiento de toda la vida. Desde ese momento, sin embargo, pasé a convertirme en uno más de la manada. Porque, en realidad, de eso trata Celia es Celiaca. De formar una manada. De ser una familia. Y vaya sí lo son. Por si no me creéis aún, aquí va una historia sobre como nuestro querido grupo y familia se lanzó a la aventura hace un par de semanas, dispuestos a conquistar el mundo pueblo por pueblo, ciudad por ciudad. El objetivo: Pamplona (o Iruña), la ancestral capital del reino de Navarra.

Sí, ya sé lo que estaréis pensando. Que he tardado mucho en llegar a Pamplona tratándose de un post titulado “La conquista de Pamplona”. Pues es lo que hay. No sé contar una buena historia sin empezar por el principio de los tiempos, como decía Manolito Gafotas. Pero os prometo que ahora vienen las drogas, el sexo y el rock & roll, así que no cambiéis de canal. Como os iba diciendo, Celia es Celíaca había organizado un bolo en Pamplona junto a un grupo amigo, (muy grandes los tres señores de Sterlina); el día y la hora ya no importan, pero pongamos que fuera un 18 de marzo de 2017 a las 8 de la tarde (GMT +1). Unas semanas antes, me había llamado Borja para decirme que volvían a necesitar de mis servicios como “groupie honorífico sin derecho a roce, pero con derecho a desayuno, que desempeñará labores varias de chófer, relaciones públicas y fotógrafo”, sólo que esta vez no conduciría, no fotografiaría, y por supuesto seguiría sin disfrutar de ningún roce. Eso sí, al menos me seguían ofreciendo lo del desayuno. Como no están las cosas para ir rechazando algo así, les dije que okey, que contasen con mi espada. Y no fui el único.

Al viaje se habían apuntado también las medias naranjas y naranjos de los Celíacos, lo que explica, supongo, porque me habían negado el roce una vez más. Por eso, la pinta que teníamos cuando nos juntamos a mitad de camino en una estación de servicio no era la de un grupo de profesionales de la música haciendo su trabajo, sino la de una familia yéndose de vacaciones, la de una familia pasándoselo en grande, la de una familia jodidamente feliz (al estilo Serrano primeras temporadas). Como Madriz está a tomar por culo, quiero decir, a tomar por culo, quiero decir, a 400 km de Pamplona, hicimos noche en Soria, donde nuestro admirado guitarrista, amante de los gatos y buen tío en general Borja, aprovechó para colaborar en un show junto a su padre, otro artista de tomo y lomo (diría lo mismo aunque no nos hubiese dejado quedarnos en su casa, de verdad, la opinión de este cronista no se compra). Improvisación, humor, poesía, ¿gramática?, y muchas más cosas condensadas en apenas una hora de espectáculo. Fue una forma inmejorable de empezar el fin de semana. Salvo, claro, si hubiese habido drogas, sexo y rock & roll. Pero eso, tranquilos, aún estaba por llegar.

El sábado amanecimos en medio del campo, con un sol que ya ninguno recordábamos tras el largo invierno y, si no es porque los conciertos no se dan solos, creo que nos hubiéramos quedado allí hasta el fin de los tiempos. Mención especial a cierto revuelto de huevos que hizo nuestro madrugón más llevadero y nuestra vida menos saludable, y que devoramos como buitres que no hubiesen visto comida en un siglo. Total, que después de un buen rato de coche y conversaciones filosóficas con la música de fondo, llegábamos a Pamplona. Yo sólo la había visitado en San Fermines y, claro, mi primera reacción fue pensar que allí me faltaba algo, más o menos, como millón y medio de personas. Pero pasa que con millón y medio menos de personas las vistas eran maravillosa y las calles, un lugar por donde pasear arriba y abajo en busca de los mejores pinchos (cosa que hicimos demasiado deprisa porque la hora del concierto se acercaba). Hablando del concierto, es increíble la tranquilidad que mantienen los miembros del grupo ante algo que a la mayoría nos provocaría, como mínimo, cierta incertidumbre. Pero ellos son de otra raza, pertenecen al escenario, o más bien el escenario les pertenece, y se suben a él como el resto nos metemos en la cama. Allí arriba están a gusto, y son los amos.

Poco antes de que empezasen a tocar, encontré la única prueba de que, en realidad, sí que eran conscientes de que tenían que tocar delante de un montón de gente. En una servilleta arrugada, una lista con las canciones del concierto escritas a mano sobrevivía sobre la barra del bar entre jarras y jarras de cerveza. Todo un señor “spoiler” dejado ahí para los coleccionistas, o para el que quisiera revenderlo algún día a precio de reliquia. Pero la mayoría de la gente del lugar aún no conocían las canciones de Celia, y al leer aquello se preguntaban si alguien quería acordarse de comprar “Tortilla de patatas” en “Septiembre” para dársela a “Isidoro”, que estaba el pobre en plena “Crisis de los 25”, tan en crisis que se había enganchado a la “Morfina”. Pocos abajo del escenario sabíamos la que se nos venía encima. Y los que lo sabíamos, preferíamos guardar silencio. “Ahora veréis”, suelo pensar justo antes de que Borja y Liam arranquen las primeras notas de sus cuerdas. Entonces me giro hacia la persona que tengo más cerca. Y espero a que Celia abra la boca. Y así soy testigo del momento en que esa persona piensa por primera vez: “la madre que la parió”.

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Durante cincuenta minutos, el público va cayendo rendido a la evidencia. Este grupo de Madriz, del que nadie había oído hablar, toca jodidamente bien. Sus letras parecen escritas para ser leídas en silencio y analizadas en profundidad, pero Celia las escupe vertiginosamente mientras se mueve por todo el escenario, que ya es suyo y de nadie más. El público navarro responde desde el fondo del bar, se nota que es una ciudad donde la música en directo gusta y se respeta, y muchos bailan himnos que apenas minutos antes no sabían que existían. Celia es Celíaca se comporta como un gas, no tienen una forma fija, sino que se expanden y se expanden hasta llenarlo todo. De repente, el bar ya no es un bar, sino un teatro… un estadio de fútbol… el mismísimo escenario de Woodstock. Y las cincuenta personas que coreamos “Eo” en la última canción sonamos como el millón y medio de más que había en San Fermines. Cuando el concierto termina, el aplauso es unánime y sincero. Porque sí, Celia es Celíaca sólo es un pequeño grupo de una ciudad enorme donde nadie conoce a nadie, pero durante cincuenta minutos, para los afortunados, sólo han existido ellos y nadie más.

Durante el concierto de Sterlina, que nos deleitan a continuación con un concierto más sosegado e íntimo, los Celíacos se colocan en primera fila para disfrutar de sus compañeros de concierto. Porque la música para ellos es como una adicción, y Celia vuelve a subirse al escenario otra vez a hacer un dueto con el cantante (de cuyo nombre no he conseguido acordarme para este texto, lo siento, pero sí recuerdo que tenía un pelo muy molón, dicho queda). El resto de la noche la gente aborda a los Celíacos para felicitarlos y augurarles un futuro lleno de éxitos. Se cena tortilla de patatas, jamón, kebab… Recorremos Pamplona de noche como si fuera Nueva York, todos emocionados por haber ido tan lejos para compartir música con cincuenta desconocidos durante cincuenta minutos. Y aunque hubiesen sido diez en diez minutos habría valido la pena también.

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Al día siguiente, cuando volvamos a Soria, el concierto ya sólo será un recuerdo feliz más de una familia a la que aún le queda mucha fiesta por delante. Después de una barbacoa increíble cortesía del padre de Borja (genio y figura, en serio, y la barbacoa no tiene nada que ver), pasaremos el resto del domingo disfrutando del campo y haciendo el ganso (lo único que estos chicos hacen mejor que la música, creo). Y yo que ni toco ningún instrumento, ni comparto cama con nadie, ni conduzco, ni hago nada útil, disfrutaré y haré el ganso más que ninguno. Porque me han dejado ser parte de ellos, y no conozco otra forma mejor de corresponderles (luego resultará que sí la hay, y me obligarán a escribir una redacción de 2.000 palabras sobre el viaje, hay que saber leer la letra pequeña). Así que, como creo que ya he cumplido lo que me había propuesto, que era llegar a las dichosas 2.000 palabras compartir con vosotros mis experiencias de viajar junto a Celia es Celíaca, puedo concluir asegurándoos que ellos piensan seguir a su rollo, haciendo su música, y volverán pronto a por más ciudades, porque aún hay mucho territorio que conquistar.

Un último consejo: intentad seguirlos en ese viaje que han empezado hacia el estrellato. Porque si no llegan, seréis de los pocos afortunados que supieron que existían. Y si llegan, podréis ser de los que les digáis: “Eh, antes molabais”. Porque joder si molaban. Joder si molan. Celia es Celíaca, joder si moláis.

PD: Lo siento. Se me ha olvidado contar lo de las drogas y el sexo, qué cabeza la mía. Me parece que ya no me cabe en este post, y mira que hubo sexo, y drogas… Jamás se vio tanto sexo y tantas drogas en un mismo sitio. Prometo contarlo la próxima vez. De verdad. Es una historia tan cerda que no la deberían publicar ni en Internet. Os lo digo yo que estuve allí.

El Groupie Honorífico.

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